ÁNGEL
PINTOR
Estaba
adivinando a dónde había ido a plantarse la fina claridad del día de mi suerte.
Todo apuntaba a esa esquina bajo el samán, el único árbol centenario de no
estaba en el centro de ningún parque. Ella, como un rayo farragoso, se
pavoneaba indócil y deletérea, sujeta al capricho de las nubes y el viento que
olía a tormenta que se acerca.
Ya
va a morir, como yo, me dije. Nos parecemos, tal vez por ello es que tenemos
esta alocada consonancia, y vibramos en la espléndida sintonía que me hace
mover y admirarla. La vi jugar con las ramas y unos niños que se reían creando
figuras con las sombras, que saltaban como si estuvieran jugando rayuela.
Está
viva, grité, pero nadie me escuchó, a pesar de que a esta hora dominical, el
parque era el punto de encuentro del pueblo, máxime después de salir de misa.
Cuando llegué bajo el árbol, me abrazó, sentí su calidez y su acogida, y un
susurro me dijo: esta es la última vez que nos unimos, gracias por ser parte de
mi existencia, y tras el sonido de un trueno muy cercano, se fue diluyendo a
través de las gotas de lluvia que hicieron buscar refugio a los sorprendidos
paseantes.
Me
quedé quieto hasta que la última gota de sol murió, y con ella... mi alma, que
era una con ella, esa constelación de colores con que nos habíamos
compenetrado.
¿Y
yo, quién era? Quizás un pequeño recuerdo de un ángel que vagaba tras un sueño:
pintar bellos paisajes eternos con la luz que irradiaban mis dedos. Pero, fui
sólo unos bellos instantes y ahora, no sé dónde volveré a ser algo.
Francisco
Pinzón Bedoya ©
Agosto
1 2023
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